28 de marzo de 2007

La libélula articulada

La libélula articulada...
Desde hace unos días los vientos han traído hasta la cubierta del barco una fina fina capa de arena rosa.
Cuando, por las esquinas, el viento amontona este polvo, las juntas de los tablones adquieren un matiz tornasolado y al llenarse las velas, los montoncitos concentrados en las aristas del navío suben haciendo garabatos hasta la altura de mis ojos. Están enrojecidos y no sé, si es porque están acostumbrados a mirar al horizonte, y estas arenas domésticas los tienen activados, o porque ya se sabe de la fuerza de las pequeñas cosas en las distancias cortas.
Reconozco este picor del Sahara detrás de las lentes. Reconozco tambien, por tiempos antiguos, la sequedad cuando ya no queda lubricante para hacerlos brillar, pero en este caso este dolorcillo y resquemor, no seca mis lágrimas, sino que hace que guiñe más amenudo y enfoque con mayor precisión los contornos de las brisas que llegan hasta el barco.
Siento que este polvo de estrellas se me está metiendo en la garganta, no como el dolor de plumas secas, sino el obligado carraspeo antes de cantar un aria.
He tomado una muestra de estas sales en mi mano y bajo el catalejo -puesto al revés- he encontrado lo siguiente: conchitas, restos de caracolas, granos de azúcar moreno, caliza de puentes, motas de gotas, partículas de diamantes heredados e incluso un minúsculo trozo del pie de una estatua.
Con estos datos he averiguado que la muestra geológica procede de tierras mundanas de adentro, de espacios que desconozco relacionados con nómadas, turbantes amarillos y manos azules, de olores a comino y esencias de glándulas animales. Grasas cosméticas que intentan cubrir la nao con una patina de goteelé.
Cuando el viento sopla -en una aceptable intensidad- me quedo mirando la música de sus formas volubles y espaciosas al son del vals de Amélie y me pierdo siguiendo a estos ratoncillos crujientes que supervisan cada uno de los huecos de esta nave, desde proa a popa.
Días llevo disfrutando de este espectáculo de pulgas rebeldes que suben por mis botas, que pican en las entretelas, que llegan hasta mis codos desde los encajes de mis puños, que se alinean en mis ingles. Bailes de hojarascas calizas y ardientes que me hacen perder el tiempo mientras ordeno los papeles de la navegación.
Desde que era un grumete he sabido que nada en el mar es gratuito y que cada fenómeno -por desapercibido que se suceda- no queda amnistiado de sus consecuencias, por lo que ando ojo avizor con mi catalejo a verlas venir, más por curiosidad que por miedo -tengo un extenso catálogo de soluciones- pero suceden tan pocas cosas a tantos kilómetros de tierra, que sólo el simple hecho de buscar procesos lógicos en sucesos inesperados, me tiene entretenido entre los granos de este modesto fenómeno.
Andaba yo distraido con el ojo pegado a mi catalejo y éste a mi mano, y mi mano a mi anillo negro y todos ellos alineados en dirección oeste, que no pude percatarme de su presencia...la confundí con un trozo de mi cabello suelto. Apareció a media mañana detrás del rabillo de mi ojo; otro cabo desatado, otro mechón despeinado -pensé- porque era fuerte el viento que soplaba y andaba desconcentrado en varias tareas a la vez.
Por una parte, alineaba la brújula con el norte, enfocaba al horizonte con el tubo telescópico, me recomponía la coleta de capitán y andaba concentrado en llenar botellas con mesajes para náufragos silenciosos, amigos de planetas y estrellas.
Y eso es lo que tienen las botellas sólo de ida, que no dejan espacio para la esperanza y uno se dispersa en pequeñas frustraciones y no está atento a lo que de verdad está pasando. Así que se me olvidó pronto la percepción de otra existencia, la sensación de que algo grita, porque no está en su sitio y así llegué hasta la hora de los postres... No...no eran cabos sueltos.
Fue la voluta del humo de un puro la que me llevó a cazar su pata. Seguí la pata y encontré un cuerpo largo y articulado, con escamas de plata de un pez flauta y acaricié con mis pestañas su contorno hasta sus delicadas alas moradas, y amarillas, y verdes.
Ella me miró desde la naturaleza de su nombre, desde el fondo de su árbol genealógico, el árbol donde se han posado todas las libélulas de la tierra. Allí entre hojas de morera supimos que éramos dos viejos conocidos con los ojos rojos.

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