2 de agosto de 2007

Historia de otro pez triste

Esta mañana la he pasado mirando por la borda. Divisando en el horizonte la delgada línea de los azules de rayas discontinuas en un blanco de dementes.
Miraba al infinito intentando traducir el lenguaje de las nubes, que en estas latitudes son yermas porque no fertilizan sobre la sal, sólo la realidad da para agrandar espacios donde ya no cabe ni una lágrima más.
Revoloteaba distraído entre cúmulos, cirros y estratos intentando leer el porvenir de la colada y la buenaventura de mis huesos de marinero salado. Bajé la vista por un instante, se escurrían mis lentes con lágrimas de grasa de pescado y chupé mis labios y bajé la mirada. Fue entonces cuando lo ví.
Entre lo que creí que era espuma de mar estaba el pez. Un pez ancho y liso como el pecho de un hombre, ligeramente abombado como un caparazón de pollo, con el mismo color de la carne de un recién nacido, con menos rabia por la vida y con un solo ojo verde, con el que me miró desde el filo de la soledad oceánica de estos sistemas acuosos.
Me enfocó triste intentando reconocer en mi al que ya no soy, porque sólo hay un ejemplar en el universo que entre en su molde, un molde de juguete chino donde yo no quepo, pues mis cabellos libres, amorosos y rubios se pillan en sus forceps.
No tuvo el valor de mirar por dentro de la nave, de saltar al vértigo de mis redes de imenes de seda, acostumbrado que estaba a los alambres de espino, no supo devorar altitudes y latitudes a mi vera, nuevos universos impensables para pescados tristes y congelados.
Dio un salto, apenas vislumbré su plata y se hundió profundamente en pos de su destino, el destino de los peces atrapados en pozos de aguas estancadas.

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