2 de agosto de 2007

The evil's hangonver

Me levanté temprano y atusé mi coleta de capitán. La noche había sido larga y más después de derramar por mi gañote el mejor ron de las Islas Martinicas. A pesar de la desgracia de la botella medio llena, me desperté lúcido con un ritmo acompasado entre los vaivenes de la nave y los alfileres que me hacían levitar el cerebro.
The evil’s hangover! que hubiera gritado Sir Fraces Drake con su cuello almidonado -ya sabe como cojean los de su graciosa- frente a San Salvador de Bahía.
Y que más podía pedir, un magnifico día en alta mar y dos estupendos pulmones llenos de energía. Me subí las calzas, me rasqué con energía la entrepierna y me estiré como un defensa del Unicaja.
Estaba por fin en mi barco, recuperado en astilleros, con sus abalorios bien colocados, su titanio mordiendo de coraje y pasión el viento. El alma intacta después de una reparación poco costosa y en un tiempo record.
Con lo que me sobró del presupuesto de carpintería, ahora recordaba que me había hecho un tatuaje en el peor garito del puerto; un cuartucho de agujas infectas próximo a las carreterías de bueyes que aprovisionan de barco. Lo que no encontraba, y me esforzaba en buscar, era el lugar elegido por la ramera triste para colocar el santo y seña. Total, que mas daba, un día de estos me sorprendería a mi mismo y daría un manotazo al bicho pensando que podría clavarme su arpón. Todo esto si es que finalmente el barbudo tembloroso hubiera logrado tatuarme la libélula que aún batía sus alas en mi corazón y que provocaba tormentas en el otro confín del mundo. Sólo era cuestión de tiempo reencontrarnos, incluso puede que nunca lo hiciéramos, nadie se ha visto las tripas por dentro.
Después de la liturgia del tintado punzante, mi memoria sólo alcanzaba a reconstruir una sonada pelea en el puerto donde hasta voló el código Morse de los mudos, las sillas de los cómodos y las lágrimas de los cobardes.
Con el cuerpo magullado, porque quise irme sin pagar las tasas del anclaje, di gracias al horizonte por haber devuelto en la tormenta al capitán pendenciero que soy. El incansable reciclador, el discreto valiente y el generoso marino que dona mares y perlas a discretas botellas anónimas de mensajes con poemas de amor.
Agradecí a todos los calamares gigantes de los abismos más recónditos que vestían con lencería negra mis resacas amorosas y etílicas, que hubieran hecho posible mi nuevo coraje y mi buen humor de capitán borde, desconfiado y cruel. Malo, malo, frente al puerto de Trinidad.
Me vi a mi mismo orgulloso de ser quien soy, como un contento drag queen del carnaval de Tenerife, pero con menos quincalla y afectación y sí con la misma hombría.
Mojé mi dedo en la boca pegajosa, agradecí no tener que besar a nadie esa mañana y calculé la dirección y la fuerza del viento. Cuadrante de fuerza 2 o 3, con perdida de intensidad al anochecer y ningún aviso de temporal. Perfecto grité y la marinería se asustó pensando cuál sería mi próxima orden.
Organicé presto las escobas y sus manos e hice que metieran en sacos toda la arena del desierto, que como una enfermedad había contagiado de nostalgia a toda tripulación y mandé al grumete más joven a la torre del vigía.
Me sorprendió la lentitud con que aceptó la orden y le pinché con mi espada en el culo para que corriera velas arriba y empezara a contar albatros.
Era éste un marino algo mustio por mal de amores, que eran mayores por imposibles, que le había hecho perder su vocación marítima en algún puerto, que ya ni él recordaba y que se había empeñado en querer a la única mujer de la tierra.
Ya le había calado yo, por su andar de risita apagada y supe que necesitaba ver mundo, mundo desde arriba, desde el cielo y no desde el suelo. Liso piso que le había obligado a andar bajando el cuello, a merced de los designios de los otros.
Pasaría una temporada en las alturas, a ver si era posible que divisara estrellas, que no por nuevas y distintas fueran menos valiosas que el diamante indeciso que había enfriado su corazón.
Después de este ejercicio de psicología digno del departamento de recursos humanos de Arthur Andersen inicié otros cambios de destino de tripulación y aparejos.
Pero antes de tomar cualquier otra decisión que me pesara decidí desplazarme hasta donde apunta los destinos de la nave, donde tengo a Carmela, mi mascaron de proa. Me subí sobre sus nalgas, la abracé por los riñones con mis botas y agarré fuertemente sus dos tetas y pellizcando fuertemente sus pezones y lancé una carcajada que casi me desbarata la mandíbula.
¡¡Rumbo al sur!! –grité- ¡¡Rumbo al sur!!

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